jueves, 19 de febrero de 2015

Cafe de la Tarde

Su dolor consistía en dejarse llevar por el rostro duro que podía demostrar únicamente cuando ella lo quería, hermoso, tímido, pero implacable, algo de gracia y de un júbilo de allá atrás, de años viejos, años que solían estar poblados de la gente de su vida, años benditos de su juventud, que se acompañaban, con olor a mariposas amarillas, mezcla de perfumes en el aire, fiestas por la plaza, cerveza, vino, whisky, vodka y de cuanto se pudiera tomar.

Unos rígidos ojos muertos quedaban en su cara, para reemplazar lo que fue como tal, una excepcional y bella criatura. Una taciturna costumbre de ver fotos cuando nadie la viera, como si de un pecado se tratase quedó impregnada en su ser, colillas de cigarrillos regadas por todo el cenicero (ese que siempre negaba usar) y lo peor de todo el asunto, el hecho de que se desdibujaran de sus mejillas, esos hoyuelos que se hacían cuando sonreía.

Pero qué va! Yo siempre la veía y para mis adentros gritaba amarla, sentirla, desearla de cualquier forma, aún con su forma de ser, aún con sus manías y pendejadas que solo yo aguantaba. Y que lindo que era sentarme a su lado a conversar, a tratar de sacarle el encanto que todavía podía aflorar de sus blancos dientes cuando esbozaban una sonrisa.

Habré de esperarla a ver si vuelve de viaje, a ver si no se llevó todo, deseo egoistamente que vuelva a estar aquí, incluso si este lugar la hace miserable, solo porque yo puedo alegrarla en su tristeza, solo porque yo le puedo tocar la mano sin que se sienta herida de memorias.

Espero sólo que nos sentemos en la puerta para hablar de nuevo, y verla a la hora del café.

-Julio Orozco

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